El Gato Negro - Adaptación de Reyedit

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A l observar mi debilidad por las mascotas, mi esposa no perdió la oportunidad de procurarme los ejemplares más encantadores. Tuvimos aves, peces dorados, un buen perro, conejos, un pequeño mono y un gato.

Este último era un animal excepcionalmente grande y hermoso, completamente negro, y astuto a un grado asombroso. Al hablar de su inteligencia, mi esposa, que en el fondo estaba bastante imbuida en la superstición, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular que consideraba a los gatos negros como brujas disfrazadas.

Hades —este era el nombre del gato— fue mi mascota y mi compañero de juegos favorito. Sólo yo le daba de comer y él me acompañaba adondequiera que iba por la casa. Incluso me era difícil impedirle andar tras de mí por las calles.

Nuestra amistad duró, de esta manera, por varios años, durante los cuales mi humor y mi carácter general experimentaron una alteración radicalmente negativa. Me volví, día tras día, más temperamental, más irritable, más apático por los sentimientos ajenos. Pasé a usar lenguaje excesivo con mi esposa. A la larga, incluso la violenté. Mis mascotas, claro, nacieron con la sensibilidad para notar el cambio en mi temperamento. No sólo las descuidé, las maltraté. Sin embargo, aun retuve hacia Hades respeto suficiente para frenarme de maltratarlo, pues no tuve escrúpulos al castigar a los conejos, al mono, o incluso al perro, cuando, por accidente, o por cariño, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad creció más allá de mis habilidades para combatirla, y a la larga, incluso Hades, quien estaba envejeciendo, comenzó a experimentar los efectos de mi enfermo temperamento.


Una noche, al regresar a casa sobradamente alcoholizado de uno de mis lugares favoritos en la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré, cuando, por su miedo a mi violencia, me causó una herida en la mano con sus dientes. La furia de un demonio me poseyó al instante y no me reconocí más a mí mismo. Mi alma inmortal pareció tomar vuelo de mi cuerpo; y una hostilidad más que diabólica, nutrida por ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Tomé del bolsillo de mi chaleco una navaja, la abrí, agarré a la pobre bestia por la garganta, ¡y decididamente le cercené un ojo!

Cuando la razón regresó con la mañana —cuando el sueño disipó el humo de la corrupción nocturna—, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen del cual era culpable; pero era, en el mejor de los casos, un sentimiento débil e indefinido, y el alma permanecía intacta. De nuevo me sumergí en excesos, y pronto ahogué en vino todo recuerdo del incidente.

Mientras tanto, el gato se recuperaba lentamente. La cuenca del ojo perdido presentaba una apariencia aterradora, pero ya no parecía sufrir ningún dolor. Andaba por la casa como de costumbre, pero, como cabría esperar, huía en extremo terror al acercarme. Aún quedaba demasiado de mi antiguo corazón como para estar, al inicio, afligido por la aversión evidente de una criatura que alguna vez me amó tanto. Pero este sentimiento pronto dio lugar a la irritación. Y después vino, como para mi derrumbe final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. Una mañana, a sangre fría, pasé una soga por su cuello y lo colgué al brazo de un árbol; lo colgué con lágrimas corriendo de mis ojos, y con el remordimiento más amargo en mi corazón; lo colgué porque sabía que me había amado, y porque entendí lo innecesario que resultaba; lo colgué porque sabía que al hacerlo estaba cometiendo un pecado, un pecado excesivo que pondría en tal peligro mi alma inmortal como para situarla incluso más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios Más Piadoso y Más Terrible.


En la noche del día en que este acto de máxima crueldad se realizó, me despertaron gritos de “fuego”. Las cortinas de mi cama estaban en llamas. La casa entera ardía. Con gran dificultad escapamos del incendio mi esposa, un sirviente y yo. La destrucción fue total. Mis posesiones terrenales fueron tragadas, y de allí en adelante me resigné a la desesperanza.

Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Las paredes se habían desplomado, excepto una. Era un tabique, no muy grueso, que estaba de pie en medio de la casa, y contra el cual había descansado la cabecera de mi cama. El enlucido había, en gran medida, resistido la acción del fuego, un hecho que atribuí a su reciente aplicación. Se congregó una densa multitud alrededor de esta pared, y muchas personas parecían examinar una parte en concreto con minuciosa atención. Me acerqué y vi, como grabado a bajorrelieve sobre la superficie blanca, la figura de un gato gigantesco. El contorno estaba hecho con una exactitud verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del cuello del animal…

Apenas advertí esta aparición —pues difícilmente podría considerarla como menos—, mi terror y mi asombro fueron extremos. Pero finalmente la reflexión vino en mi ayuda. Recordé que el gato había sido ahorcado en un jardín adyacente a la casa. Tras la alarma de incendio, la multitud invadió inmediatamente este jardín: alguien debió cortar al animal del árbol y lanzarlo a mi habitación por una ventana abierta. Probablemente con la intención de despertarme. La caída de otras paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el enlucido recién colocado; la cal, las llamas y el amoniaco del cadáver consumaron el retrato como yo lo vi.


Por meses no pude librarme del fantasma del gato, y durante este periodo regresó a mi espíritu una especie de sentimiento parecido al remordimiento, sin llegar a serlo. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y buscar a mi alrededor, entre los lugares viles que empecé a frecuentar, otra mascota de la misma especie, y de una apariencia algo similar, con la cual llenar su lugar.


Una noche, sentado en un cuchitril más que infame, ya medio atontado, mi atención fue bruscamente atraída a un objeto negro descansando sobre uno de los inmensos barriles de ginebra, o de ron, que constituían el mobiliario principal del lugar. Había estado mirando por algunos minutos la parte superior de dicho barril, y lo que entonces me sorprendió fue el hecho de no haber percibido antes a la cosa sobre éste. Me acerqué y la toqué con mi mano. Era un gato negro —uno muy grande—, tan grande como Hades, y muy parecido a él en cada aspecto excepto uno. Hades no tenía pelo blanco en ninguna parte de su cuerpo; pero este gato tenía una larga e indefinida mancha blanca cubriéndole casi toda la región del pecho.

Al tocarlo, inmediatamente se levantó, ronroneó fuerte, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Esta era, pues, la precisa criatura que andaba buscando. De inmediato propuse comprárselo al tabernero; pero esta persona no lo reclamó —no sabía nada de él—, nunca lo había visto.

Seguí con las caricias, y, cuando me preparaba para ir a casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Permití que lo hiciera, agachándome a darle palmaditas de vez en cuando a medida que avanzaba. Cuando llegó a casa se acostumbró a ella de inmediato y al instante se volvió un gran amigo de mi esposa.

Por mi parte, pronto encontré una aversión hacia él surgiendo dentro de mí. Fue el descubrir a la mañana siguiente de traerlo a casa, que, como Hades, también había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia se ganó a mi esposa, quien, como ya dije, poseía en un alto grado aquel sentimiento humanitario que alguna vez fue mi rasgo distintivo, y la fuente de muchos de mis más simples y puros placeres.

Evité a la criatura; un cierto sentido de lástima y el recuerdo de mi anterior acto de crueldad me impedían abusar físicamente de él. Su cariño evidente me asqueaba y me molestaba. Gradualmente, estos sentimientos de asco y molestia se elevaron hacia la amargura del odio. Por algunas semanas no le di de golpes ni llegué a maltratarlo con agresividad; pero gradualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlo con repugnancia indecible, y a escapar en silencio de su aborrecible presencia como lo haría del aire envenenado.


Sin embargo, la predilección del gato por mí pareció aumentar con mi aversión hacia él. Cada vez que me sentaba, se agazapaba debajo de mi silla, o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus detestables caricias. Si me levantaba a caminar se ponía entre mis pies, casi tirándome, o, clavando sus largas y afiladas garras en mi traje, trepaba hasta mi pecho. En tales momentos, aunque anhelaba destruirlo con un golpe, estaba retenido a hacerlo todavía, en parte por un recuerdo de mi crimen anterior, pero principalmente por un terror absoluto a la bestia.

Más de una vez mi esposa me hizo contemplar la naturaleza de la marca de pelo blanco, la cual constituía la única diferencia visible entre la extraña bestia y la que había destruido. Esta marca, aunque grande, había sido al principio muy indefinida; pero gradualmente —grados casi imperceptibles, y que mi razón luchó en desestimar por imaginarios— adoptó una rigurosa distinción de trazo. Representó, pues, un objeto que me estremece nombrar, y debido a este hecho, por sobre todos los demás, sentía odio y temor, y me habría librado del monstruo de haber tenido el coraje. ¡Representaba sin duda la imagen espantosa, horrible, de la HORCA! ¡Oh, lúgubre y terrible máquina del Horror y del Crimen, de la Agonía y de la Muerte!

Fui entonces ciertamente miserable, más allá de la miseria del simple mortal. ¡Una bestia irracional fue capaz de engendrarme tanta aflicción insoportable! ¡A mí! ¡Un hombre hecho a la imagen del Altísimo! Ni de noche ni de día volví a conocer la bendición del descanso. De día la criatura no me dejaba un momento solo, y de noche despertaba hora tras hora de sueños de indescriptible temor para sentir el aliento abrasador del ente sobre mi rostro, ¡su enorme peso oprime eternamente mi corazón!

Bajo la presión de tales tormentos sucumbió el débil resto de lo bueno dentro de mí. Los malos pensamientos se volvieron mi única compañía constante, los más obscuros y malignos pensamientos. El mal humor de mi genio habitual aumentó al odio de todas las cosas y hacia toda la humanidad; al tiempo que, de imprevisto, mi pobre esposa, que de nada se quejaba, fue la víctima más común y la más paciente de los arrebatos repentinos, frecuentes e incontrolables de una furia a la cual ciegamente me abandoné.


Un día, por una tarea doméstica, me acompañó al sótano de una antigua residencia, la cual nuestra pobreza nos obligó a habitar. El gato me siguió por las empinadas escaleras, y, al casi tirarme de cabeza, me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha, y olvidando en mi ira el terror infantil que hasta entonces había detenido mi mano, conduje un golpe al animal, que, por supuesto, habría comprobado ser instantáneamente fatal si hubiera descendido como deseaba. Pero la mano de mi esposa detuvo este golpe. Incitado por la intervención a un cólera más que demoniaco, retiré mi brazo de su agarre y enterré el hacha en su cerebro. Cayó muerta en el lugar sin un quejido.

Consumado este espantoso asesinato, con absoluta determinación me puse a la tarea de ocultar el cuerpo. Sabía que no podría retirarlo de la casa, tanto de día como de noche, sin el riesgo de ser observado por los vecinos. En un momento dado pensé en cortar el cadáver en diminutos fragmentos y destruirlos con fuego.

Cavar una tumba para ella en el piso del sótano.

Lanzarla al pozo en el patio.

Empacarla en una caja, como a cualquier cosa común y corriente, y así conseguir a un porteador para sacarla de la casa.

Finalmente di con lo que considero un plan mucho mejor que cualquiera de estos. Determiné emparedarla en el sótano, tal como los monjes de la Edad Media tienen registrado haber emparedado a sus muertos.

El sótano se adaptaba bien para un propósito como este. Sus paredes habían sido revocadas hace poco con un pésimo enlucido que la humedad atmosférica no dejó endurecer, dejando los ladrillos bastante sueltos. Además, en una de las paredes estaba el relieve de una chimenea falsa que había sido llenada y dispuesta para asemejarse al resto del sótano.

Por medio de una palanca hice caer fácilmente los ladrillos, y, habiendo depositado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, volví a colocar la estructura entera tal como estaba originalmente. Habiendo obtenido mortero, arena, y fibra, con cada precaución posible, preparé un enlucido que no podía ser diferenciado del original, y con este me fui muy cuidadosamente sobre el nuevo enladrillado. Cuando terminé me sentí satisfecho con el resultado. La pared no presentaba la menor apariencia de haber sido alterada. La basura en el piso fue recogida con el más minucioso cuidado. Miré a mi alrededor triunfalmente y me dije que el esfuerzo había valido la pena.


Mi siguiente paso fue buscar a la bestia que había sido la causa de tanta miseria; pues al fin me había resuelto firmemente a matarla. Si hubiera podido encontrarla al momento, no habría habido duda de su destino; pero parecía que el astuto animal había sido alertado por la violencia de mi ira anterior, y se abstenía a presentarse en mi humor actual.

No hizo su aparición durante la noche; y así por una vez al menos, desde su entrada a la casa, dormí profunda y tranquilamente, incluso con la carga de un asesinato sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador aun no regresaba. Otra vez respiraba como un hombre libre. ¡El monstruo, aterrorizado, había huido de la propiedad para siempre! ¡No tendría que mirarlo más! Mi felicidad era suprema. La culpa de mi obscura acción apenas me afectaba. Se hicieron algunas averiguaciones, pero estas fueron contestadas fácilmente. Incluso se instauró una investigación, pero claro que nada estaba por descubrirse. Consideré mi felicidad futura como algo garantizado.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de la policía vino inesperadamente al interior de la casa, y procedieron otra vez a realizar una investigación rigurosa de la propiedad. Los oficiales me pidieron acompañarlos en su búsqueda. No dejaron esquina o rincón inexplorado. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Lo recorrí de punta a punta. Crucé los brazos sobre mi pecho, y deambulé confortablemente de aquí para allá. La policía, satisfecha, se preparó para salir. El regocijo en mi corazón era demasiado fuerte para ser contenido. Ardía por decir una sola palabra, a manera de triunfo, y dejar doblemente seguro el testimonio policiaco de mi inocencia.

—Caballeros —dije al fin, mientras el grupo subía la escalera—. Me deleita haber disipado sus sospechas. Les deseo todo el bienestar y todavía más bendiciones. Por cierto, caballeros, esta, esta es una casa muy bien construida (en el rabioso deseo por decir algo rápido, apenas supe lo que dije). Una casa excelentemente bien construida, diría yo. Estas paredes —¿se van, caballeros?—, estas paredes están sólidamente armadas.

Y aquí, por el mero arrebato de alardear, golpee fuertemente con el bastón que tenía en mi mano sobre ese exacto lugar del enladrillado detrás del cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.


¡Pero que Dios me proteja y me libre de los colmillos de la Bestia! ¡Tan pronto la reverberación de mis golpes se hundió en el silencio, me respondió una voz dentro de la tumba! Un clamor, al principio apagado y roto, como el lloriqueo de un niño, y luego hinchándose rápidamente en un largo, fuerte, y continuo grito, completamente anormal e inhumano —un aullido—, un alboroto desconsolado, mitad horror y mitad triunfo, como sólo podría haber surgido del infierno, conjuntamente de las gargantas de los condenados en su agonía y de los demonios que se regocijan en la perdición.

Al marearme, me tambalee a la pared contraria. Por un instante el grupo en la escalera quedó paralizado. Enseguida, una docena de robustos brazos bregaron la pared. Se derribó por completo. El cadáver, ya bastante corrompido y cubierto de sangre coagulada, se mantenía de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la boca roja extendida y un solitario ojo de fuego, estaba sentada la espantosa bestia cuya destreza me había inducido al asesinato, y cuya voz delatora me había entregado al verdugo. Había encerrado al monstruo dentro de la tumba.

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